24 abril 2024

cuentosnotedetengas Aprovechando el estreno del nuevo diseño, que esperamos os esté gustando, hoy comenzamos con una nueva sección aperiódica que nos hemos permitido titular ‘Cuentos para un Domingo‘. En ella pretendemos ofrecer cuentos que nos han llegado por distintos medios y que nos parecen interesantes para leer tranquilos en nuestra casa un martes por la noche. Pero la iniciativa de esta sección es doble ya que con ella os abrimos la posibilidad de enviarnos por correo vuestros cuentos, relatos breves o historias para que las publiquemos.

Para ello no tenéis más que enviarnos el texto a la dirección contacto[arroba]notedetengas[punto]es y os lo publicaremos como el cuento que sigue. En esta primera ocasión ha sido Gustavo Prieto García quién se ha puesto con nosotros interesado en publicar sus cuentos en nuestro magazine.

Gustavo Prieto García (Valladolid, 1979), tras finalizar sus estudios de Técnico Superior en Imagen se traslada a Madrid para formarse como guionista. Continúa su afición por el cine realizando su cuarto y quinto cortometraje en la capital. L’amour, su último trabajo, fue rodado en cine (S16 mm) y, además de conseguir más de 60 selecciones, obtuvo nueve premios. Trabaja en varias productoras y continúa su afición de las letras escribiendo cuentos y novelas.

Mi almohada

Gustavo Prieto

31.07.07

Todavía me duraba la resaca cuando llegamos al piso. Me notaba la lengua seca cuando la besaba, a pesar de ser los besos más dulces que jamás me habían dado. Cogí su cintura y cerré la puerta con el pie, como en las películas, pero la corriente empujó con fuerza y el golpe retumbó en las escaleras del edificio. Fue como un despertador para mis ojos. Le ofrecí tomar algo. Agua fresca, me susurró. Me dirigí a la cocina secándome el sudor de las manos. La luz del amanecer iluminaba cada rincón del inmueble. Tome un gran trago de agua y me asomé por la ventana. Una bofetada de aire fresco me hizo sonreír mientras escuchaba el canto de los pájaros. Observé a un vecino que bajaba al perro. ¡Vaya ganas que tiene de madrugar un domingo! Irá a misa, pensé. La chica (y digo bien, porque no me acordaba de su nombre) me esperaba en mi habitación, la pillé cotilleando mis libros. Le di la botella de agua y la dejó en el pupitre. Los besos y sus grandes ojos azules me hipnotizaron hasta la cama donde demostró tener más práctica que yo, que acabé agotado y tuve que aguantar las risas de ella, que en ese preciso momento, me parecían unas bellas partituras de Mozart. Nos echamos a dormir y me ofreció toda la almohada.

Hacía tiempo que ya no se había vuelto a repetir aquella hermosa liturgia. Ni siquiera que se rieran de mí. Mi vida había cambiado con aquellos besos. Me volví loco por ella, pero aquella chica no quería saber nada de mí. Esa sensación de frustración me inundó en todos los aspectos de mi vida y casi me cuesta el puesto de trabajo. Cambié el Cola Cao por el café para mantenerme despierto mientras reponía los estantes del comercio, pero me provocó insomnio. Estuve varios días que apenas dormía y, cuando lo hacía, soñaba que tenía insomnio y me despertaba más cansado que al principio.

Pasaba las noches en vela contando ovejas. Cuando me cansaba, contaba a las hijas de las ovejas y así consecutivamente. Solo pensando en ella. Noche tras noche. Hasta aquella noche de San Juan. La recuerdo bien porque nunca la había pasado en casa, pero como los recuerdos y el perfume de aquella mujer los tenía presente, decidí quedarme y fue entonces cuando oí esa extraña voz.

—¡Imbécil! Deja de pensar en la chica. Me tienes amargada.

A pesar de estar acostumbrado al insomnio, siempre me mantuve en un duermevela que me aturdía y me tenía con un ojo abierto y otro dormido. Pero aquella voz me hizo despertar el otro ojo. Al principio pensé que formaba parte de un sueño, era extraño porque llevaba mucho tiempo sin dormir, pero tuve esperanzas. Hasta que volví a oír la extraña voz. Ronca, pero evidente. Tan evidente que me hizo incorporarme en la cama. Me quedé en silencio un rato y, de nuevo, la extraña voz me volvió a insultar.

—¡Imbécil! Soy yo. Tu almohada.

Dios mío, pensé. Me estoy volviendo loco. Oigo voces en mi mente. Era el fin de mi existencia, de mí ser. Me encerrarían en un psiquiátrico y me atarían con una camisa de fuerza para darme de comer papillas de verduras. ¡Con lo que odio las verduras! Me levanté y encendí la luz para mirarme al espejo.

—No te estas volviendo loco. ¡Imbécil! Soy yo. Tu almohada.

Mis ojeras estaban moradas y mi locura estaba en un alto grado. ¡Estaba oyendo hablar a mi almohada! Si no había perdido la razón, tendría que pensar en algo rápido. ¿Qué me estaba pasando? Era de noche. No dormía, pero cuando dormía… ¡Ya está! ¿Sería un sueño? Eso es. Estoy soñando. A veces mientras sueñas puedes controlar los impulsos, por lo que me obligué a ir a la cocina a pincharme con un cuchillo. Así me despertaría de esta horrible pesadilla.

Parpadeó unos segundos el fluorescente hasta que se quedó la luz fija. Me dirigí al cajón de los cubiertos. Los veía con gran realismo, mi reflejo en el metal y la punta afilada. Era como si estuviera despierto. Pero no podía ser cierto. Aquella voz que provenía de la almohada no podía ser real. Dudé entre coger un cuchillo de untar o de sierra, al fin y al cabo era una prueba, pero me entró la duda. Podría ser verdad que estuviera loco y que no fuese un sueño, por lo que me podría desangrar allí mismo. Era de noche, nadie oiría mi dolor. Qué manera más tonta de morir, pensé. Tenía que hacerme un pinchazo más tenue. Lo hice y me dolió. Lo sentí, así que no estaba soñando. ¡Estaba loco! Apenas me hice un rasguño que solventé succionando la zona mientras me acercaba con cautela a la habitación.

Todo seguía igual. Espera un momento, pensé. No, no todo seguía igual. Estaba escuchando una canción. Sí. Era la misma voz de antes y estaba cantando “Es una lata el trabajar”. Definitivamente me estaba volviendo loco. Mi almohada no solo habla, sino que canta.

—Vamos, pasa tonto.

Asomé mi cabeza mientras encendía la luz. Allí estaba. Mi almohada se había recostado contra el cabecero. Solo le faltaba el cigarrito y un Martini en la otra mano. Era como una mujer fatal, pero en almohada. Me resigné ante mi locura.

—No sé de qué te asustas, al fin y al cabo eres tú el culpable de que haya despertado.

Me escurrí en el quicio de la puerta consternado. Ahora resulta que yo la había despertado. Eran las cuatro de la mañana como cualquier otra noche en la que no podía dormir y tan solo pensaba en la chica de mi vida. La del esbelto cuerpo que no me acordaba de su nombre. La de los ojos azules. Aquella chica que dormía sin almohada. Ahora la comprendo. Seguro que alguna vez a ella también le habló su almohada y había decidido prescindir de ella. Lo normal.

—Mira pimpollo —me soltó el relleno de espuma—. Llevas varias noches pidiéndome una solución a tu tortura y ahora que te la voy a dar te asustas.

—¿Que yo qué?

—Sí, tú. Tú pediste consejo a la almohada.

Todo encajaba. Era una señal. Qué digo una señal, era una aparición divina. Ahora encontraría la solución a mis torturas. Ella, la almohada, sabría cómo convencer a la chica para que volviera. Seguro que sabe todas las respuestas, al fin y al cabo, si mi almohada hablaba, seguro que las de los demás también lo harían, y en alguna convención de almohadas hablarían entre ellas. Todas las almohadas del mundo saben todos los secretos de la humanidad, porque son ellas a las que recurrimos para calmar las penas. Cuántas lágrimas se han derramado encima de ellas. Cuántos secretos guardan en su interior. La mía sabía todo lo que me ocurría y seguro que habría hablado con la almohada de ella.

—Si crees todo eso, te aconsejo que vayas al psicólogo.

—Claro, porque hablar con tu almohada es algo normal —le dije mientras me sentaba al otro lado de la cama.

—Olvídate de la chica. Deja de lloriquear.

—Qué fácil es hablar. Pero tú qué sabes de las relaciones humanas.

—Yo te ayudaré a olvidarla.

Aquella mirada se me incrustó en la memoria y me dejó helado. Después de mucho tiempo pude dormir y amanecí acurrucado al otro lado del cabecero. Muerto de frío y con ganas de asesinar al despertador. A pesar de haber dormido encogido y sin almohada, me levanté con el espíritu cambiado. Era una sensación extraña, había logrado descansar un par de horas en una esquina de la cama, tenía la espalda doblada, pero me sentía libre. Me había quitado un peso de encima. Al abrir la ventana me asomé y solté un grito de alegría. Con la mala suerte que mi vecino de encima estaba regando las plantas y me echó el agua por encima. Pero no me importaba. El sueño de anoche ?al menos preferí pensar eso a que había perdido la razón? me había librado de la angustia que llevaba encima. Por fin era yo.

Volví a sonreír a la secretaria de mi jefe. Creo que siempre le hice tilín. Estuve toda la mañana cantando. Mal, pero cantando. Mis compañeros se alegraron de que al fin volviera a la tierra. Desde que me dejó la chica sin nombre siempre me decían que estaba en las nubes. Es cierto. Pero ya volvía a ser libre. Estaba más centrado y con otra cara más alegre, con vitalidad y con ganas de volver a poner el radar en busca de una nueva mujer.

Sofía, la secretaria, era mi objetivo. Todavía no me sentía tan seguro como para enfrentarme a un nuevo fracaso, pero tras aquella noche, me sentía protegido. Sabía que aquella aparición en forma de almohada me estaba vigilando, como si fuera un pepito grillo capaz de leer el pensamiento. Por eso mismo, porque aquel ser sabía cómo me comportaba, podría ayudarme a conquistar a esta nueva mujer. Contaba con su sabiduría de almohada —bueno, la verdad es que depender de un ser relleno de gomaespuma no es que me hiciera sentir muy seguro—, pero aquella noche fue como si me hubiera cogido por la camisa y me hubiera dado un par de bofetadas para que despertara, por lo que tenía plena confianza en ella.

Esa misma noche, antes de acostarme, me duché y me rocié de desodorante y colonia. Me puse un pijama limpio mientras observaba de reojo a la almohada. Era como ir a una cita. Normalmente, cuando hacía la cama, cubría a la almohada con el edredón, pero ya no. Ahora la dejaba a sus anchas. Como cuando cuidaba a mi peluche de pequeño, sin apretarlo para que no se asfixiara. ¡Qué recuerdos! Si ahora tuviera uno, me sería difícil decidirme por uno u otro. Por suerte no me encontraba en tal tesitura y mi almohada me esperaba tumbada en la cama y con todo su lomo a la intemperie dispuesto a escuchar mis plegarias, así que me tumbé con cuidado en el colchón y apoyé mi cabeza junto, no encima, a la almohada.

—Necesito tu ayuda.

El silencio se mantuvo.

—Creo que estoy enamorado.

La almohada hizo un ademán por hablar, pero aguantó la respiración. Noté como se abombaba la funda que la vestía.

—Es mi compañera de trabajo.

En un respingo la almohada se puso de pie en el colchón. Impresionaba verla en contrapicado. La tenue luz y la perspectiva desde donde la miraba me acongojó. Su mirada desencajada parecía humana. No podía moverme de sus pies.

—¡No, no, no! —empezó a andar de un lado a otro—. No escarmientas. ¿Estás loco?

Dudé en contestarla.

—¿Quieres volver a pasar por lo mismo?

La última palabra empezó a retumbar por la habitación durante un rato. Me quedé en blanco, asustado cual perro apaleado. Mi mirada lo debía decir todo porque ella, mi almohada, cambió el gesto. No hacía falta aullar como un cachorro para ver que me tenía amedrentado y sin palabras. Ella seguía de pie en la cama con el rostro iluminado por la luz que entraba por la ventana. Un rostro impenetrable que poco a poco fue cambiando. Empezó a desarrugar su cara mientras se arrodillaba —o sea, se doblaba— ante mí. Me quedé un poco sorprendido. Tuve la sensación como si quisiera abrazarme, pero tan solo se tumbó a mi lado.

—Quiero lo mejor para ti ?me dijo antes de quedarse dormida.

La observé durante toda la noche hasta que sonó el despertador. Estaba consternado y afligido. Desde que me emancipé, no volví a sentirme arropado como aquella noche. Sus últimas palabras me habían conmovido, pero me sentía extraño. Pensé que era normal estar en esa situación, al fin y al cabo mi almohada había tenido sentimientos humanos como si fuese una gran amiga y yo sentí lo mismo que ella, pero no había tenido las fuerzas suficientes como para corresponderla. Sus palabras habían hecho mella en mí.

Aquella mañana volví al trabajo con cara arrugada. Apenas miré a Sofía, no tenía estómago para ello. Es cierto que no tenía mi mejor rostro ni las ganas como para decirle un bonito piropo, pero aunque hubiera podido, no lo hubiera hecho. Empecé a recordar el mal que me había hecho mi último enamoramiento. Las noches sin dormir, sin comer y sin querer hacer nada. Me entró miedo por volver a vivir aquel momento tan turbio, así que empecé a esquivarla.

A la hora del bocadillo, normalmente, nos reuníamos los compañeros en el comedor de la oficina, así que decidí darle un poco de trabajo para que no coincidiéramos. Lo normal hubiera sido que dejara de ir yo a la sala, pero no estaba por la labor de perder también a mis colegas: Toni “El Eructos”, David “El Orejas” y… “El Cuatro Ojos”. Supongo que tendrá algún nombre, pero nunca me he preocupado por saberlo. Eran buenos trabajadores y, sobre todo, nos lo pasábamos bien trapicheando en la máquina de bebidas. Por lo que mi plan consistía en guardar todo el papeleo que tenía que darle a la secretaria y justo cuando era la hora de comer, plantárselos todos juntos.

El primer día se lo tomó a guasa, pero creo que tras una semana, empezó a cogerme algo de manía. Prueba conseguida. La rutina volvió a mi vida.

Pasaron varias semanas en las que pude descansar junto a mi almohada. Cada noche hablábamos largo y tendido de lo que habíamos hecho en el día. Bueno, la verdad es que ella siempre acababa rápido, por lo que yo tenía que llevarme un vaso de agua para que no se me secara la boca. No es que mi vida fuera trepidante, para nada, lo que pasa es que cuando tienes a alguien que te escucha y no protesta, le cuentas hasta las veces que has ido a mear.

He de reconocer que mi almohada y yo nos llevábamos bien. No hubo ni un día en el que me levantara con dolor de cuello y los días que me encontraba de bajón, allí la tenía para escucharme. Siempre tenía respuesta para todo, era mi terapia diaria. Fueron días felices para los dos. Celebramos hasta su cumpleaños, ya que tenía guardado el ticket de compra para mantener la garantía. Era una almohada moderna y no se sorprendía de nada y además se amoldaba a mis manías. Parecíamos dos quinceañeras contándonos cotilleos.

Me contaba que echaba de menos a sus compañeras de almacén. Cuando nació, estaba rodeada de miles de almohadas iguales que ella. Al principio se sintió como una gota de agua en un gran océano, pero pronto, cuando empezó la escuela de psicoterapia, comprendió que su labor era tan importante como la del resto. Tenía la oportunidad de ayudar a los seres humanos, a hacerles mejores personas, a intentar hacerles comprender que las preocupaciones no son tan terribles como lo creemos.

No solo sabía escuchar, sino que también sabía hablar. Me tenía hipnotizado cuando lo hacía. Yo cerraba los ojos mientras su murmullo me tranquilizaba y me relajaba. Me hacía sentirme persona. Qué extraño, una almohada me tenía que abrir los ojos para ver que valía mucho más de lo que pensaba. Y cada mañana la dejaba con pena en la cama, pero lograba que fuera al trabajo con otra cara, con ganas de vivir y me sentía libre. Incluso delante de Sofía.

—¿Me vas a volver a dejar los papeles a última hora? —me dijo sin levantar la mirada.

—No. Hoy me acordaré —la miré confiando que me devolviera la mirada—. De verdad.

No lo hizo y me fui al almacén. Mientras escribía los ceros del albarán, me acordé que llevaba mucho tiempo sin mirar los ojos de la secretaria. Pinté dos puntos en medio de los dos últimos ceros. Era cierto. Desde que empecé a esquivarla, no había vuelto a ver sus brillantes ojos verdes. No le di mucha importancia y me dediqué a colocar el almacén con los compañeros.

“El Eructos” comenzó su retahíla de estrafalarios ruidos mientras se subía a la escalera. Pero sus manazas dejaron escurrir una caja de balones y le cayeron encima a “el Orejas”. Menos mal que eran de plástico, como el resto de objetos inútiles que vendíamos. A mis pies llegaron dos. Verdes. Como los ojos de la secretaria. No soy dado a creer en supersticiones ni señales, pero aquella casualidad me hizo volver a pensar en sus ojos.

La mañana pasó y los papeles se me volvieron a olvidar. Esta vez sí. Esta vez quería habérselos subido, pero pasé demasiado tiempo acostumbrándome a subírselos a última hora. No me dijo nada, la pobre ya lo llevaba con resignación, quizás, pensé, hasta me odiara. Le dije que la ayudaría, pero hizo un gesto de desaprobación y me miró a los ojos fijamente.

—Sé hacer mi trabajo.

Soy una persona muy dada a recordar las malas palabras. Como la noche en la que mi almohada me convenció de dejar de ver a esta chica. Ahora, esta misma chica, me había provocado que sus palabras me retumbaran en la cabeza mientras comía el bocata. Estuve ausente mientras “El Cuatro Ojos” movía la máquina con “El Orejas” para sacar las cervezas gratis. Tampoco presté mucha atención al eructo que se tiró mi compañero cuando el encargado pasó por la puerta del comedor. Estaba ausente.

Mientras volvía en el coche estuve pensando todo el rato en la secretaria, en sus ojos y su delicada voz. No era extraño volver a pensar en ella, es más, era algo normal. Era una mujer hermosa a la que, en su día, estuve a punto de invitarle a cenar, al cine y a un pase v.i.p. a mi dormitorio. Pero no. No podía hacer eso. Estaba mi almohada allí. No podían verse.

Los semáforos me daban pie a relajarme un poco. Me encontraba algo tenso. Quizás era el calor de la primavera, o quizás eran mis nuevos pensamientos. Sí, era eso. Mis nuevos pensamientos se cruzaban. Era ella. No. Eran ellas. Era Sofía y sus verdes ojos los que me volvían a acechar, pero cada vez que pensaba en ella, aparecía la almohada. Era de locos. El pitido de un impaciente me hizo despertar de mi obsesión.

Seguí conduciendo, pero sin prisas. Empecé a aclararme las ideas. Tenía claro que la secretaria era divina, que el mote de “la mujer de las curvas” no era en vano y que sus ojos que reflejaban el odio que yo le había causado adrede no era de verdad. Ella no quería odiarme, fui yo el que quiso que me odiara. Entonces, si lo tenía tan claro, no entiendo por qué estaba preocupado. Mi almohada lo comprendería. Ella es la amiga que me escucha y conoce mis necesidades. Además, ella era de gomaespuma. Parecía absurdo pasar diez minutos en mi garaje mientras pensaba en la excusa que le diría a la almohada, pero no podía hacer otra cosa. Tenía que decirle la verdad y estaba seguro de que me comprendería.

Respiré hondo antes de entrar. Abrí la puerta despacio, como si tuviera un perro grande y feroz esperando tras ella. De fondo escuché el ruido de la televisión. Desde luego que para ser una almohada tiene unos vicios un poco raros. Seguí andando con cuidado, para que no me escuchara, pero era absurdo. ¿Por qué tenía que temerla? No lo sé me dije. Es una almohada. Ya lo sé, volví a responderme. ¿Por qué me estoy cuestionando a mí mismo? A eso ya no me contesté. Después de ese monólogo de locos decidí beber un vaso de agua antes de entrar en mi cuarto.

Ahí estaba ella. Partiéndose en dos por las absurdeces del programa de la noche. Me acordé de uno de sus consejos que era que tenía que enfrentarme a mis miedos sin rodeos. No era tan fácil. Miré mi móvil y busqué el teléfono de Sofía. También me atemorizaba llamarla, así que me envalentoné y sin mediar palabra la solté que iba a invitar a cenar a Sofía.

Apagó la televisión y todo quedó en penumbra.

—Creo que estoy enamorado de ella.

No contestó y el silencio se hizo cada vez más incómodo. Decidí dar la luz de la mesilla y al acercarme al interruptor escuché unos sollozos. La lámpara dejó ver a una almohada enrollada sobre sí, como si no quisiera verme.

—Sabía que tarde o temprano me abandonarías —susurró entre lágrimas.

—¿Abandonarte? No te voy a abandonar. Siempre serás mi almohada —intenté calmarla—. Tienes que comprender que…

De repente, la almohada se desenroscó y me volvió a acechar con esa mirada que solo en ella había visto. Mi culo se movió justo al perfil del colchón intentando mantener el equilibrio.

—¡Que qué! ¿Que soy una almohada y no tengo sentimientos? —su voz inundó el resto de la casa—. Estás equivocado. Yo… yo también estoy enamorada.

Justo en ese momento perdí el equilibrio y, por suerte, la alfombra amortiguó mi caída. Ahora tenía a la almohada dirigiéndose a mí con cara de pocos amigos y por más que pensara en qué podía decirla, se escapaba a mi razonamiento. El sueño se había convertido en pesadilla. Intenté arrastrar mi culo hacía atrás, pero el esfínter me dolía considerablemente y la almohada estaba a punto de saltar sobre mí.

—Espera —intenté ganar tiempo—. Conozco un almacén de tu especie.

Justo antes de que el cacho de gomaespuma saltara sobre mi cabeza, me dio tiempo a pensar en la estupidez que acababa de decir. Lo siguiente que pensé es ¿de dónde demonios sacaba tantas fuerzas este pedazo de fibra? Sus llantos y gritos de “Siento tener que asfixiarte, pero no tengo remedio” no me convencían mucho, por lo que decidí levantarme y golpearla contra la pared. La escena era kafkiana: tenía una almohada pegada a mi cara y yo estaba golpeándome contra el armario. La falta de oxígeno no me daba para más. Resistía con gran esmero hasta que conseguí despegarla de mi cara y lanzarla al otro extremo de la habitación.

Mientras volvía en mí y reducía el color rojizo de mi cara me dirigí hacia la cocina. Aún recordaba el serrucho con el que me pinché la primera noche que empezó a hablarme la dichosa almohada. Aunque pensé en volver a pincharme para saber si esto que me pasaba era un sueño, esta vez, decidí creer en ello y fui directo a rajar en dos aquel utensilio maligno. Caminé de puntillas hasta el marco y sin darme cuenta la puerta se me cerró literalmente en todas las narices.

Desperté amordazado y con hielo en la cara. Tardé en darme cuenta de la situación. La almohada me había atado a la cama con las sábanas, aunque poco a poco recuperaba la conciencia, mis ojos estaba hinchados del golpe. Debía tener la nariz rota. ¿Qué quería de mí? Había tenido la oportunidad de liquidarme, pero no lo hizo, ¿Acaso quiere torturarme?, pensé. Logré visualizar, aunque totalmente desenfocada, la dichosa almohada al otro lado de la habitación. Intenté gritar para pedir auxilio, pero solo me salió un balbuceo lo suficientemente penoso como para que ella se diera cuenta de que había despertado.

La observé cómo se acercaba a mí lentamente. Supuse que se iba a tranquilizar y a pedirme disculpas por todo lo que me había hecho, puesto que era lo único que podía hacer dadas las circunstancias. Y así fue, o al menos lo que recuerdo, porque el frío que me había relajado la zona del golpe se estaba calentando considerablemente. Tras su diatriba comenzó el espectáculo.

—Creo que he comprendido que no tengo otra salida —sacó un mechero y encendió la mecha delante de mi cara.

Intenté retroceder, pero no podía moverme. Con el forcejeo me di cuenta de que los nudos que tenía estaban flojos y logré empujar a la almohada contra el otro lado de la habitación lo que provocó que incendiara las cortinas. Mientras desanudaba mis pies, la veía venir con el mechero en un lado y el fondo ardiendo. No hay duda de que la imagen era de portada, pero mi situación estaba más encaminada a formar parte de las páginas de sucesos.

La miré por última vez antes de lanzarla la sábana por encima y sentí, hasta cierto punto, cierta tristeza. Las llamas la envolvieron en pocos segundos sin darle tiempo a gritar. O quizás lo hizo, pero el golpe que tenía en la cara me estaba latiendo al ritmo del corazón y mis oídos solo registraban pitidos y falsos ecos. Mi mente no fue capaz de reaccionar con la suficiente viveza para salir de allí y el humo me envolvió. Lo último que vieron mis ojos fue un cacho de gomaespuma retorciéndose entre las llamas.

Desperté al poco tiempo en la casa del vecino con un gran jarrón de agua fría. Fue como cuando estas buceando y aguantas hasta que no te queda nada de aire. Respiré profundamente entre escupitajos de agua. Me di cuenta de que estaba rodeado de mis vecinos y el que sujetaba la jarra era el amante de las flores. Y a partir de ese día, el héroe del barrio. La alegría le duró tanto que se le olvidó decirme que me había partido la puerta de la casa en dos.

Estaba algo confuso al ver mi cuarto todo negro y al carpintero cogiendo medidas. Mi vecino me despertó del letargo para devolverme lo que quedaba del móvil.

—Creo que tienes una llamada, pero el fuego ha quemado la pantalla y apenas se distingue el nombre.

Apenas recibo llamadas, entre otras cosas porque no llamo a nadie y lo más cercano a una llamada fue la que quise hacer a Sofía. Quizás la llamé durante la pelea y por eso me ha devuelto la llamada. O no. Volví a mirar el espantoso revuelo que había en mi piso y decidí irme a un hostal, rechazando la invitación de mi amable vecino de dormir en su sofá.

La llamaré, pensé mientras bajaba las escaleras, y la invitaré a cenar. Durante el camino me las ingeniaría para inventarme cómo había llegado a esa situación. Al fin y al cabo, ¿quién no ha tenido sueños tórridos alguna vez?. Eso sí, a partir de ese día, los míos serían sin almohada.

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