19 marzo 2024

El arte de luchar sin luchar

Gracias a la magia del cine, de vez en cuando surgen películas que definen la carrera de un intérprete o de un director, que le identifican para siempre sin importar lo que haya hecho antes o después y que incluso llegan a formar parte del inconsciente colectivo, de la cultura popular. ‘Operación Dragón’ (Enter the Dragon, Robert Clouse, 1973) es una de esas películas. Considerada por muchos como el epítome, nunca superado, del cine de artes marciales y uno de los grandes iconos audiovisuales de los setenta -esa banda sonora de Lalo Schifrin, esa fotografía, esos ambientes…-, la cinta ha pasado a la historia del séptimo arte por ser el canto del cisne y el gran legado fílmico de su protagonista, Bruce Lee.

Con su muerte, ocurrida seis días antes del estreno del filme, Lee entró en ese Olimpo de los dioses del celuloide en el que viven Marilyn Monroe o James Dean. Y el éxito mundial de la película, que no se hizo esperar, le convirtió en una leyenda que hoy, cuarenta años después, sigue igual de viva en libros, cómics, pósters, camisetas y en su particular filosofía de vida, el Jeet Kune Do, un crisol de artes marciales y sabiduría oriental que se sigue enseñando en academias y escuelas por todo el mundo.

Tres héroes, uno oriental, otro blanco y otro negro, un villano misterioso y temible, una misión tipo James Bond en una isla/fortaleza inexpugnable, un torneo de artes marciales que esconde demasiados secretos, el encuentro de oriente con occidente en esa tierra de nadie que fue Hong Kong hasta que los británicos se la devolvieron a los chinos… la película tenía los ingredientes suficientes para llevarse de calle a las audiencias más heterogéneas en los países más diversos… y así lo hizo. ‘Operación Dragón’ difundió, más y mejor que ningún filme anterior, los encantos de las artes marciales por las cuatro esquinas del globo, personificadas en Bruce Lee, quien se las arregló para destilar su filosofía en una serie de diálogos hoy ya clásicos. Ahí quedan las escenas con el monje shaolin -“La palabra ‘Yo’ no existe”-, el aprendiz -“No pienses. Siente”- o el bravucón luchador neozelandés -“¿Mi estilo? Yo diría que es el arte de luchar sin luchar”-.

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En 1972, Bruce Lee ya era una estrella en su China natal gracias a ‘Karate a muerte en Bangkok’ (Wei Lo y Chia-hsiang Wu, 1971), ‘Furia oriental’ (Wei Lo, 1972) y ‘El furor del dragón’ (Bruce Lee, 1972), pero todavía necesitaba un éxito con el que conquistar el mercado estadounidense -al que ya se había asomado tímidamente con la serie de televisión ‘El avispón verde’ (1966-67)- y, por ende, el internacional. La oportunidad le vino de la mano de la Warner Bros., quien le propuso protagonizar un largometraje que se rodaría en Hong Kong con estrellas internacionales y en colaboración con un magnate del cine local, Raymond Chow, cuya productora, la Golden Harvest, estaba detrás de las anteriores producciones de Lee.

El actor acabo convirtiéndose en el coreógrafo de las escenas de lucha del filme, dejó su huella en algunas de las líneas del guión de Michael Allin y robó todos y cada uno de los planos en los que apareció a sus compañeros de reparto: el versátil John Saxon (Roper), Jim Kelly (Williams), Ahna Capri (Tania), Kien Shih (Han) y Bob Wall (Oharra).

Para conectar con las audiencias occidentales, los ejecutivos de la Warner sabían que no bastaba con repetir la fórmula, y nunca mejor dicho, de las tres cintas protagonizadas por Bruce Lee. No, había que occidentalizar la trama sin perder en el proceso ni el exotismo oriental ni el misticismo de las artes marciales. Para ello, y después de un prólogo en el que las habilidades de Lee quedan más que de sobra demostradas, se plantea la misión al protagonista como si de una película de James Bond o un episodio de la serie Misión: imposible se tratara. Su misión, si decide aceptarla señor Lee, consiste en infiltrarse en la isla del villano de turno, Han, y reunir las suficientes pruebas en su contra como para poder sacar a la luz sus actividades delictivas: tráfico de drogas, secuestro, prostitución y asesinato. La escena recuerda, o más bien fusila con descaro, cualquiera de los encuentros de M con 007, para que así los espectadores occidentales se sientan cómodos pensando que conocen el terreno que pisan.

Inmediatamente después, la película pasa a presentar a los tres héroes y sus motivaciones en otro alarde de ingenio por parte de la Warner. Si ya tenemos en el bolsillo al público oriental con Bruce Lee como cabeza de cartel y al occidental con una trama de espionaje internacional… ¿por qué no ir más allá y hacer de un héroe tres, cada uno con un color de piel distinto?

De esta manera, el viaje a la isla de Han sirve para presentar las tres máscaras del héroe y, de paso, prefigurar las bases de lo que años más tarde sería el punto de partida conceptual del videojuego ‘Street Fighter II’, con sus héroes multirraciales, su torneo, sus artes marciales y su villano. Además de su misión oficial, el personaje de Lee, que se llama exactamente igual que él, tiene una agenda paralela: reparar el honor de su familia, mancillado por uno de los secuaces de Han, y el de su templo shaolin, al que el villano traicionó cuando se convirtió en un monje renegado. Por su parte, Roper encarna al canalla simpático que se enrola en el torneo de artes marciales para escapar de los problemas y las deudas que le acosan en los EEUU. Bajo su apariencia chulesca se esconde un corazón de oro y una voluntad de hacer el bien, tal y como ocurriría cuatro años después con Han Solo -por cierto, George Lucas fusiló la línea de diálogo ‘No pienses. Siente’ de Bruce Lee en el Episodio I (‘La amenaza fantasma’, 1999) de ‘Star Wars’-.

Por su parte, Williams está ahí para conquistar a las audiencias negras. Su personaje, sacado del género ‘blaxploitation’ tan de moda en aquellos años -Shaft, Foxy Brown, Cleopatra Jones…-, es el más ‘cool’ de los tres y el más comprometido socialmente con la lucha de clases, como lo demuestran su enfrentamiento con las autoridades -policías- blancas o su crítica a los guetos. La guinda del pastel la pone el hecho de que Roper y Williams se conocieran ya de antes: fueron compañeros de armas en Vietnam, donde trabaron amistad. El alegato a favor del entendimiento entre las razas, en una década para nada sensible con estos temas, estaba servido. Y funcionó a la perfección en la película.

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Tras más de media hora de presentación de trama y de personajes, la acción comienza a dominar el metraje coincidiendo con el inicio del torneo y de las investigaciones nocturnas de Lee. A partir de ahí, el argumento se simplifica y ‘Operación Dragón’ se convierte en un festival de artes marciales a mayor gloria de su protagonista principal y de su carismático enemigo. Este último, al igual que el Dr. No de James Bond, tiene una mano protésica que, llegado el momento, intercambiará por una serie de garras, a cual más creativa y afilada, para salpimentar los combates con unos toques de fetichismo animal, sadismo y sangre.

El sentido trágico oriental, que tampoco podía faltar aquí, se proyecta como una sombre entre héroe y villano. El primero desea vengar a su familia y su templo, hacer justicia con los vivos y con los muertos; el segundo representa todo lo que de abyecto puede esconderse en el alma humana, hasta el punto de que incluso ha comenzado a deshumanizarse -al sustituir su mano amputada por el metal, lo que le conecta con Terminator, Robocop o la ‘nueva carne’ de David Cronenberg-.

El célebre enfrentamiento final entre Han y Lee en una sala revestida de espejos -pericia técnica la de rodar en un lugar así sin que se cuelen focos o cámaras en algún plano- revela una última perla de sabiduría oriental: la película tiene una estructura circular perfecta, ya que en su inicio, con la conversación entre el líder de los monjes shaolin y el héroe, se halla la clave para derrotar al villano. Al final, se trata sólo de un juego de imágenes proyectadas e ilusiones. Como el propio cine.

¿Qué habría ocurrido de haber estado Bruce Lee vivo el día del estreno de ‘Operación Dragón’, el 26 de julio de 1973? ¿El éxito de la película habría sido el mismo de no haber estado alimentado por las extrañas circunstancias de su muerte? ¿Su personaje habría protagonizado más secuelas, como si fuera un James Bond asiático? ¿Sería hoy Bruce Lee una leyenda o sólo un consumado artista marcial metido a actor? Todas esas preguntas sin respuesta únicamente sirven para alimentar más el fuego del mito, un mito que para siempre quedará encerrado en esa combinación de espejos y reflejos infinitos con la que se cierra ‘Operación Dragón’. Con la que terminó la vida de Bruce Lee. Con la que se hizo inmortal.

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