18 abril 2024

Con la fuerza con que llegan las cosas que se hacen esperar, y se esperan, Ángel Stanich irrumpió en un Náutico que clamaba por su voz y se ahogaba en su ausencia. Un ambiente difuso, casi onírico, que en su misma entrada se deshizo y confundió. Como siempre, sutil. Muy sutil. Pero, en su tenuidad, salvaje, puede que feroz. Armado con su verso y su afilada voz. Acompañado por su inseparable banda de itinerantes que allá donde va completan su estampa. Pero siempre él.

Ángel Stanich. Repleto de ese encanto que nos fascina, de su sagacidad para dar rienda suelta a nuestras vivencias, elevándolas a otros mundos, dando forma a dimensiones perdidas, alucinógenas. Dimensiones en que se alzan nuestros miedos, en que calla la razón. Dimensiones que él construye, retorciendo lo que nos consume hasta volverlo ridículo; deformando con la matemática del esperpento la realidad de un país sumido en la desidia y la abulia, que se retroalimenta en una alienación perpetua. Y tanto lo deforma, que lo hace bonito.

Ángel Stanich Náutico

Su esencia reside en aquello que dejamos de entender cuando empezamos a sentir. El hechizo de un “ácido” que nos seduce, que habla de lo cotidiano sin abandonar su magia. Una orgía sensorial, envuelta en la ternura de su metáfora.

Y así nos lo hizo sentir el pasado jueves. Un escenario vacío, del que rápidamente tomó posesión, e hizo suyo. Tan suyo como todo lo que toca. El Náutico se inundó de los ecos de ese indescifrable relicario de voces que parece acompañarlo en cada una de sus odiseas musicales. Los ecos de un pasado familiar, que se convierte en enigma al hacerlo verso.

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Abriéndose camino sin intermitencias, conquistó a un público ya entregado antes del primer acorde. En su habitual recorrido a Antigua y Barbuda, la sala pareció teñirse del rojo bermellón que escupen sus versos. Un delirante viaje psicotrópico en que sus letras nos mecen y nos sacuden, solo a veces, y que acababa de comenzar.

Y sonaron. Sonaron Qué será de mí, Señor Tosco, Un Día Épico y demás temas de un repertorio ya inconfundible. El público bailó la danza Hula Hula, y saltó al compás de un Galicia Calidade que resonó con fuerza en su tierra predilecta. Hubo espacio también para el adorado Salvad a las ballenas, dedicado textualmente a los cetáceos y a “todas esas personas un poco hijas de puta”.

Víctor, incansable guitarrista, se consumía hasta hacernos partícipes de la emoción que lo corroía. Álex Izquierdo, al bajo, pautaba la insumisa calma que, en contrastes, aportaba armonía al conjunto de la Stanich Band. El grupo lo completaban el ágil Lete, controlando la batería, y el teclista Jave Ryjlen.

Para el crepúsculo de la noche, nadie parecía dar por el concierto por terminado; de hecho, todos temían que tocase a su fin. Sin abandonar sus esperanzas, permanecieron a la espera del que reapareció, fulminante. Casi como reencarnado en un nuevo sujeto teatral, dio rienda suelta a lo que un público insaciable pedía a gritos. Se reservaba cuatro temas más: Escupe Fuego, Carbura, Metralleta Joe y, como no, Mátame Camión.

Angel Stanich Náutico

Por aquel entonces la excitación era tal que, en una especie de veneración colectiva al que nos había regalado “un día épico”, todos gritamos hasta ahogar la voz, bailando y saltando sin más sentido que el de la euforia que nos empapaba. Stanich bajó y se unió a la celebración, arrojándose al suelo hasta caer desfallecido. Él y la Stanich Band recuperaron de nuevo el escenario para despedirse de un público que, aún hambriento, veía sus pupilas fulgurar.

Lo disfrutamos en el calor del Náutico, rodeados de la dulzura de un encuentro –casi- entre amigos. Como si fuésemos partícipes, y lo éramos, de todo lo que estaba ocurriendo. Como si el espectáculo nos acogiese, y no al revés. O también. En una especie de sinergia, de esas que duelen, porque te hacen sentir. Sentir tanto, que escuece. Pero cómo lo disfrutamos.

Nos demostró que su “camino ácido” sigue presente, aunque subyazca, en su primavera musical. Notas del pasado cinematográfico de los Estados Unidos, envueltas en la vida de carretera, la aridez de su orografía e historia, y pasajes ficticios tan escabrosos como el descarnado Metralleta Joe. Todo aquello que lo vio nacer pareció resurgir, como siempre lo hace, en sus entrañas.

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Sumergido en la tragicomedia que enfrascan la hirsuta barba y el sugerente timbre de su voz, apunta con sorna a todo aquello que dispara contra él. Afiladas sátiras que cargan contra su propia industria, contra el periodismo y contra todo aquello que, en su enojosa inercia, intente diluir al que se nos presenta como uno de los músicos más extraordinarios del panorama nacional.

Al margen de los esquemas que la industria se deleita trazando, y de las etiquetas que cuelga sin un porqué, Stanich se ha mantenido intacto. Una especie en peligro de extinción. En su retiro del foco mediático, bajo el ideal de la bohemia, no concede entrevistas. Y “que digan lo que quieran”.

Han intentado compararlo con Dylan, incluso con Albert Pla a una esfera nacional, pero ninguna referencia parece definir su enigmático perfil. El de un ermitaño, tal vez. El “buen salvaje”, la estampa de todo lo tierno que un mundo titubeante ha olvidado. Su figura infranqueable, rodeada por un aura de misterio, aumenta constantemente la expectación que recae sobre su música y su persona. En una era dominada por la información inmediata, veloz, y en dosis desmesuradas, Stanich se dibuja como un interrogante. Una provocativa incógnita que, al tiempo, fascina y seduce a todos aquellos que se atreven a posar su mirada sobre él.

Dejaría aquí la arquetípica pregunta de qué es lo que lo ha llevado hasta aquí sin haber concedido una sola entrevista, pero creo que todos aquellos que han estado en el Náutico podrán responder a eso sin problemas. Dejemos de definir y encasillar las cosas que entienden el mundo, y nos lo hacen entender. Dejemos de atribuir rencores a la pasión que se desborda y nos acoge. ¿Por qué no inmolarse por lo que nos hace sentir, en lugar de corroer su sentido?

Ángel Stanich Náutico